miércoles, 12 de julio de 2017

El Círculo de Camelot






El arquero notó sus articulaciones entumecidas cuando al fin resolvió levantarse; su presa estaba a tiro y la oportunidad se antojaba dorada. Con extremo cuidado tensó la cuerda de su arco tras colocar una horrible flecha dentada, una flecha que haría gotear al ciervo rojo permitiendo al cazador seguirle el rastro con facilidad. Apartó de su mente la dolorosa sensación de sus músculos agarrotados y se dijo que la causa bien merecía la pena. Un hombre no puede vivir siempre de pequeños frutos, roedores y gachas acuosas. Apuntó al cuello de la bestia esperando una muerte rápida, homenaje quizá al espíritu del animal o bien practicidad pura, nadie que le conociese supo nunca cuales eran las intenciones de ese viejo cazador. Cogió aire, soltó la mitad y…

-          ¡Dichosos los ojos, el mismísimo Aedán Gabraín ante este viejo trotamundos!

Aedán soltó la flecha debido al sobresalto y falló el tiro estrepitosamente. El gran ciervo rojo, asustado, brincó fuera del pequeño claro dejando de ser un jugoso objetivo para el arquero. Maldiciendo y avergonzado por haber sido sorprendido de esa manera, el arquero se encaró a su poco deseado interlocutor, descubriendo ante sí a un viejo harapiento con una túnica sucia y una extraña capellina plateada en las sienes, harapiento pero con cierto porte, tuvo que reconocer.

-          ¿Quién demonios sois vos, maldito viejo entrometido? ¿Y cómo os habéis acercado a mí de esta manera? Saben los dioses que de ninguna forma se me puede sorprender con tanta facilidad y mucho menos un… un…

-          ¿Un encantador anciano, mi querido Aedán? Es una falta común a los jóvenes el dejarse llevar por las apariencias, he perdido la cuenta de a cuantos hombres he debido dar esta lección. Recuerdo aquel guerrerucho libidinoso, noble a su manera, que cabalgó sobre los últimos estertores del dragón, o a su hijo, a quien le augura la muerte tras incluso haberme escuchado sabiamente mmm, mmm quizá sea culpa del maestro al fin y al…

-          ¡Silencio anciano, dejad de divagar! ¿Cómo conocéis mi nombre?, ¡Pocos hombres lo hacían cuando desaparecí y mucho me temo que menos deben quedar todavía con vida! Y, si poseéis cierta donosura y cortesía, contestad a mi primera pregunta, ¿De qué artes disponéis para sorprenderme de esta forma?

-          Bien, bien… En estas tierras soy conocido como Taliesín y allende los mares me llaman viejo Halcon, por la nariz supongo. Y tú, mi querido rey Aedán de Dal Riada, hijo del poderoso  Gabrán Domangairt, me conoces desde hace muchos años, cuando eras un tierno infante preocupado tan solo por la monta y la espada.

-          El viejo Halcón Gris… ¿Qué hacéis aquí? Ahora comprendo cómo me pudisteis sorprender así, pues no son pocas tus artes. Largo hace que nadie usó ese título conmigo, pues desde que Aetelfredo de Bernicia (que los dioses no le otorguen su favor) me derrotó, vago y yerro en soledad reinando quizá entre una roca, un árbol o ese ciervo que por tu culpa he perdido.

-          Cierto Aedán, fuiste derrotado, más aun se habla de tu bravura y tu valor y no pocos hablan de tu muerte como de una catástrofe difícil de solventar. Tu hermano Brandub, aun sabiendo que vives como un errante más, se preocupa día a día de tu suerte. Como ves noble cazador, no eres aun olvidado en el mundo que dejaste.

-          El mundo que me expulsó, Taliesín, no viertas miel en mis oídos. Pocos nobles me apoyaron en Dal Riada cuando Aetelfredo puso en fuga mi hueste. No me dejaron otra opción que fingir la muerte y abdicar a favor de mi hijo Eochaid, a quien le deseo el mejor de los destinos, diferente al de sus hermanos… - Añadió sombrío el viejo rey.

-          Me duelen tus palabras y aun lamento la muerte de tus hijos, no fueron pocas las lágrimas que vertí ese día y, créeme, no hay miel en mis palabras cuando recuerdo aquella batalla.

-          Hablas, mago, como si hubieras estado presente.

-          Presente yo, presentes mis amigos. Tengo la suerte de contar con muchos y de muy diversa índole, más no obstante en los últimos tiempos reconozco cierta carestía en sus atenciones…

-          Divagáis de nuevo viejo Halcón, centraos os lo ruego. ¿Qué requerís de mí?, corto es mi tiempo si pretendo dar caza a ese ciervo que perdí por vuestra inoportuna llegada.

-          Seré breve entonces, Aedán. Arturo, el bienamado rey de Camelot se enfrenta a su hora más oscura. La muerte indudable se cierne sobre él y su reino. Sus caballeros, expulsado Lancelot, no gozan de la fuerza que tuvieron antaño y su hijo Mordred el Hechizado es fuerte en mesnada y poderío. Requieren la ayuda de los grandes guerreros y entre escotos, celtas y norteños no conozco a ninguno con tu pericia.

-          Exageras tus palabras, más no se me escapa ni una de las que me expones; dime, si su muerte es tan indudable, ¿qué servicio puedo hacer yo sin perjuicio de mi vida?

-          ¿Tu vida Aedán? Ambos sabemos que llevas muerto mucho tiempo, que vives como la sombra de quien fuiste, añorando no salones ni banquetes, pero si el ardor, la espada y la gloria. Y responderé a tu pregunta: Camelot, Camuloduno como la llamaban los hombres de acero y piedra, caerá como mañana caerá el Sol y volverá a nacer tras la noche. Pero dime, Aedán, ¿muere un guerrero mejor entre sus enemigos segados o en el lecho postrado o, permíteme, en la espesura abandonado? Diré más; de cuantos sajones mueran a manos de Arturo y sus caballeros depende la unidad del reino en un futuro lejano. Esta tierra, Britannia, será sajona en un futuro, no lo dudes, pues Alfredo del Cristo Blanco llegará, como llega su nombre a mi mente entre las brumas del tiempo que vendrá, pero la identidad de los pueblos que la ocuparon perdurará si Arturo causa daño mortal a Mordred y los sajones pierden el empuje destructivo que les acompaña. Ahí, Aedán, es donde está tu gloria y la de los que luchen a su lado, en la memoria pretérita de lo que será.

-          Gozas de elocuencia y hablas del futuro, Taliesín, pero sobran tus palabras. Acudiré por dos motivos: Arturo me es querido, es un hombre noble y morir a su lado se me antoja mejor que esta vida. Mi otro motivo lo conoces bien, añoro el calor de la hermandad, el muro de escudos y la espada bañada en sangre. Los sajones son enemigos de mi hermano y conocidos ladrones y violadores y si bien tus extrañas profecías de Cristos y Alfredos ni entiendo ni me interesan, creo que no podría perdonarme mantener este exilio habiendo un futuro tan breve y brillante frente a mí. Acudiré, mago, habla a Arturo de mi llegada.

-          Recibo con dicha tus palabras, viejo rey. – Respondió el viejo trotamundos con un amago de sonrisa – Una cosa más, no obstante.

-          Te escucho

-          Olvida a ese ciervo rojo, fue un gran amigo en tiempos y hoy te sentarán mejor las gachas.
-          ¡No tientes tu suerte, viejo hechicero! – respondió Aedán sonriendo.


Taliesín, también conocido como Merlín, dejó al antiguo rey Aedán y continuó su tarea para rehacer el viejo círculo que jamás debió romperse. El destino estaba escrito y no concebía a Camelot y sus caballeros en él, pero haría el mago lo posible porque el grito de Britannia se escuchara entre los tiempos que estaban por llegar y que Arturo, ese noble y pobre condenado, fuera el artífice de que la memoria jamás olvidase el sacrificio de esos guerreros que tuvieron el reino dorado a su alcance. 

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