sábado, 29 de abril de 2017

La Flota del Tesoro

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Corría el año 1429 y la expedición hasta ahora había sido un desastre. La suerte de aquella nao, la Fortuna Audaz, había ido de mal en peor desde que zarparan de Cádiz hacía unos seis meses. El viaje no auguraba nada bueno cuando el buque comenzó a hacer aguas sin motivo aparente: la brea que había entre las cuadernas de la bodega no fue capaz de detener el enorme flujo de agua que amenazó con hundir la nave. El aspecto positivo del suceso era que había sufrido ese percance en puerto y, aunque fueran días desperdiciados, todos agradecieron la posibilidad de descansar unos días más de cara a la travesía.

Frente a las costas de África, cerca de las islas de Cabo Verde, se habían encontrado con una expedición de portugueses que volvían raudos a su país; los negros de aquellas tierras habían recibido a flechazos a su cruzada evangelizadora y esta concluyó antes de empezar. Aquella historia le hubiese resultado cómica a Martín de no ser porque un caballero portugués de nombre Don Gonzalvo habló de estos hechos sin uno de sus ojos, estallado por el impacto de una maza africana.

-      - ¡Voto al Señor que aquel hereje animal no contará su hazaña! – Clamó el caballero, brillando su herida recién cauterizada.
-      - Seguro que no, Don Gonzalvo, más cuénteme, ¿Cómo tuvo lugar esta batalla que relatáis, qué os llevó a estas tierras?
-          - Bien hicieron estos frailes en llevarnos a mí y a mi mesnada. Mi padre limpió sus cuitas y poco hube de hacer en mi tierra, estos santos varones buscaban escolta y yo su oro, así que la unión fue satisfactoria. ¿Queréis un consejo Don Martín? ¡No sigáis! He escuchado que la familia de Agramont busca buenos guerreros para su lucha contra los perros beamonteses, el Rey Juan de Navarra de seguro tendrá en su haber buen dinero para gente como nos.  
-           - ¿Y la batalla…?
-        -  Sí, sí, mi impaciente compañero; no hubo ni tal batalla, fue una emboscada y casi parecía que nos aguardaban los diablos. No habíamos levantado campamento cuando recibimos el primer ataque, que a duras penas logramos contener. Para el anochecer ya habíamos ensillado unos cuantos caballos, pero esos perros no atacaron, nos tuvieron toda la noche en vela. El segundo ataque fue más duro para ellos, yo mismo y algunos de mis hombres cabalgamos hacia ellos y hubieron de escapar. ¡Ja, gusto daba verlos huir de aquella manera!
-           - ¿Y el tercero, señor?
-       -  ¿El tercero? Bueno, no hubo tal. Con ímpetu me dispuse a perseguirles cuando, bueno, no es que huyesen… ¡Nos emboscaron de nuevo! Una pequeña fuerza acudió al campamento y comenzó a hostigar a marinos y santurrones mientras yo hube de… ejem… batirme en repliegue contra una horda de esos demonios oscuros. Poco hubimos de dudar más, los padres querían parlamentar y mostrar el sagrado libro a aquellos herejes. Decían que o bien comprenderían o bien caerían fulminados. No quise yo dudar del Señor pero tampoco desee ponerle a prueba así que heme aquí, contándole a vuecencia lo que hube vivido en estas tierras que insistís en visitar…

Afortunadamente para Martín de Toledo, joven y tercer hijo de una noble y próspera familia toledana, no tuvo la mala suerte de encontrarse con aquellas belicosas tribus africanas (las cuales habrían de sufrir de maneras inhumanas no muchos decenios después). No obstante la sensación de pesadez invadía poco a poco a la cincuentena de marinos y soldados que malvivían en el buque. El alguacil de infantes, Hernando de Arana, advertía diariamente de la baja moral que la gente tenía, mas eran leales y Martín un buen líder, así que no había de temer motines por el momento. Un mes y medio largo después, arribaron en las costas de Madagascar, donde fueron recibidos por unos recelosos malgaches que poco debían a los árabes y mucho menos a los europeos. Martín trató de ofrecer el género que llevaba en bodega; litros de buen aceite y correajes de cuero válidos para infinidad de usos. Aquellos aborígenes trataban el ámbar de maneras muy llamativas, así que el capitán estimó útil volver a Castilla con tan exóticos abalorios. No obstante los líderes malgaches no vieron utilidad en la oferta de Martín y, día tras día, la relación se fue tensando. Hubo de vivir el hidalgo alguna aventura para poder abandonar la isla, pero no serán dichos entuertos relatados hoy.

La decisión estaba clara; un viaje agotador y una recepción lamentable en el último sitio que esperaban visitar, ningún beneficio y pocas aventuras dignas de ser relatadas. Martín formó consejo con sus lugartenientes y no hubo objeción alguna ante la idea de volver a Cádiz y de ahí a Castilla, para quizá ponerse a servicio de algún rey que buscase una compañía de pobres soldados. En esta situación estaba el Fortuna cuando…

-        -  ¡Mis señores, mis señores…! ¡Allí hay… algo! – Aulló Sancho, el veedor del buque.
-        -  ¿Qué dices hombre, qué estás viendo? – La respuesta de Jimeno, el contramaestre, fue más agria que de costumbre.
-         -  ¡Son castillos en el agua, castillos rodeados de barcos!

Tras unos cuantos minutos de expectación, el silencio barrió la cubierta del buque castellano, que poco podía hacer salvo contemplar confuso el inmenso despliegue. Mágicamente una enorme flota de buques elegantes y llamativos había surgido de la nada.  

-          - ¿Preparamos las armas capitán? – Murmuró Hernando, siempre pragmático.
-         -  ¿Y con qué fin amigo mío? Esta es nuestra apuesta. O aquí la diñamos o de aquí sacamos riqueza de este viaje atroz.

Había cuatro gigantes de nueve mástiles en el centro de aquella enorme formación. Por lo que pudo distinguir Martín, había buques cisterna que debían andar repletos de agua y otros de defensa, de seis mástiles y erizados de banderas y lanzas puntiagudas. Como si de un séquito para esos cuatro reyes se tratase, multitud de naves de todo tamaño acompañaban a los mastodontes, barcos mercantes a suponer, además de esas fragatas y cisternas. De las funciones del resto de aquellas naves poco pudo saber el noble en aquel momento. Tal era la estupefacción de los marinos de la nao que, rápidamente, fueron rodeados por pequeñas lanchas de unos treinta metros capitaneadas por un buque-fragata de seis mástiles; militares, por el aspecto sobrio y marcial de los tripulantes que lo ocupaban…

-          - ¡Saludos amigo! – Una voz brotó de la fragata ante la sorpresa aun mayor de los marinos.
-          ¿Cómo? ¡Habla cristiano! – Dijo con sorpresa el contramaestre
-        -  ¡Saludos! ¿Quién sois y qué queréis, señor? ¡Presentaos! – Respondió raudo Martín, poco dispuesto a que por aquel día más sorpresas le dejasen descolocado.
-         - Tranquilo amigo, soy Luca Giovanni, de Nápoles y estáis frente a la muy notable armada del Gran Almirante Zheng He, al servicio del Sagrado Emperador de Catay, aunque ellos se llaman Zhöngguo así mismos.

El napolitano se distinguía de los catayanos que le rodeaban porque vestía unos ropajes genuinamente italianos aunque un tanto pasados de moda. Martín, quien juró no sorprenderse más ese día, se sorprendió.

-          - Su eunuca majestad, el almirante, siente curiosidad por vos y os invita a su buque, ¿qué debo responderle?
-          - ¿Pero os entienden?
-          - ¿Ellos? No, y si me permitís, yo aceptaría.
-          - ¡Está bien, guíanos y hablaremos con ese almirante vuestro! – El hidalgo respondió sin pensar, como le caracterizaba, pero esta vez incluso el se sorprendió de su osadía aunque, bien pensado, ¿qué le hubiera impedido a la armada catayana aplastar su chalupa de haberlo deseado?


Sin demasiada dilación, Martín, Hernando y cinco de sus hombres se embarcaron en una de las largas barcas de remos que rondaban a la Nao y Jimeno se quedó a cargo del Fortuna. ¿Qué milagros verían los castellanos en aquel castillo flotante que se erguía como una montaña en el centro de su enorme flota? ¿Sería ese tal Zheng He aquel que habría de cambiar la suerte de Martín o, por el contrario, pondría la última y más infausta guinda al podrido pastel que venía siendo ese viaje?