domingo, 16 de julio de 2017

El Círculo de Camelot II






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Allí lo encontró Merlín, justo donde debía estar, practicando con las armas como era su costumbre a esa hora del día, ya al atardecer ejercitaría la escritura y la memoria. Uno de sus escuderos, Roderick si no se equivocaba el mago en la distancia, estaba clavando señuelos en el suelo con forma de soldado armado. El caballero, brillante en su armadura, espoleó su enorme corcel desde un trote elegante a un galope furioso en un tiempo mínimo, se asemejaba a contemplar un rayo ver semejante pareja cabalgar. Desde su juventud, el caballero dio muestras de seguir los pasos de su padre e incluso de superarle en destreza y nobleza de espíritu, tanto es así que cuando alcanzó su vida adulta era tal su fuerza y porte que la armadura que perteneció a su huido padre encajó en él como si un maestro herrero le hubiera tomado exactas medidas, no era otro este caballero que Sir Galahad el Puro, hijo de Sir Lancelot, amado y odiado por igual en la mesa de Arturo.

Se aproximaba Merlín al campo de entrenamiento cuando Galahad ensartó su lanza en lo que hubiera sido un minúsculo hueco en la gorguera de cualquier guerrero, que hubiera quedado decapitado al instante. Cualquier caballero hubiese detenido la cabalgada y hubiera repetido el movimiento con otro señuelo, pero Galahad sabía que el combate no terminaba ahí; desenvainó un hachuela de caballería que portaba al cinto y se la clavó limpiamente en la cabeza a un objetivo al que Roderick había equipado con un casco, tras eso desenvainó la espada y se dispuso a embestir al tercer blanco cuando reparó en la andrajosa y, curiosamente, elegante figura que se le acercaba sonriendo y detuvo su decimosegunda secuencia de entrenamiento matinal.

-          ¡Merlín! ¡Me lleve el Señor, bienvenido seáis! – El caballero saltó del corcel como si no hubiera una enorme altura y se despojó de su yelmo, descubriendo un rostro joven apenas sudoroso, como si varias horas portando esa panoplia no le hubieran pasado factura.

-          ¡Mi querido Galahad, veo que no habéis perdido ni un ápice de destreza con las armas, alguno en Camelot incluso murmuraba lo contrario!

-          ¡Ah, amigo, muchos murmuran en esa ciudad, es por eso que me retiré al campo!

-          Me consta, mi joven amigo. Algunos sin embargo os echan en falta, ese Bors y Perceval entre ellos, compañeros ambos de vuestra búsqueda del Grial.

-          ¡Menudos dos caballeros! Bien pudieron haberlo encontrado antes que yo, Merlín, pues no solo me son queridos, si no también respetados. Son guerreros junto a los cuales Arturo puede dormir tranquilo.

-          Tu humildad resulta exagerada, Galahad, si bien ellos son grandes caballeros, bien sabemos ambos que solo la pureza del más noble podía enternecer el alma de la Dama del Lago. Más, no hablemos aquí a la intemperie, ¿no tendrá mi austero caballero algo de vino, hidromiel quizá, para este pobre adivino sin memoria?

-          ¡Hablas de humildad, Merlín y eres el más duro hombre que conozco! Por supuesto, por supuesto… Vayamos a mi pabellón. ¡Roderick, Wyglaf, desmontad el campo y descansad, hoy festejaremos esta gran visita! – Los dos escuderos se miraron apesadumbrados, pues recién terminaron de clavar otra veintena de pesados postes y su descanso todavía tardaría en llegar.

Habían transcurrido muchos años desde la huida de Lancelot y Elaine cuando Galahad, el vástago de ambos, fruto para algunos de la traición y noble hijo inocente para otros, entró en Camelot aun a riesgo de su vida, equipado como un imberbe caballero por aquel entonces y derribando a tantos como se le enfrentaban en numerosas justas y combates. Tal fue la fama del joven caballero que el mismo rey Arturo le invitó a su banquete más íntimo, momento en el cual Galahad se sentó en el asiento peligroso, donde, se decía, quien descansase caería fulminado salvo que fuera puro y noble. Arturo, al ver que aquel caballero tranquilo y valiente le miraba directamente a los ojos, entendió lo que venía intuyendo desde hacía algunos años: El Santo Grial debía ser hallado y tenía ante sí a quien más cualidades poseía para encontrarlo.

Fue de tal manera que Sir Bors, Sir Perceval y el mismo Sir Galahad partieron en su busca, viviendo increíbles y peligrosas aventuras hasta que fue el tercero, el más puro y casto, quien lo encontró. No obstante, no hubo mucho tiempo de celebración en Camelot para Galahad, quien encontraba demasiado sencillo derrotar a cuantos caballeros justaban contra él, generando poco a poco envidias y recelos ante tanta nobleza, como si fuera un espejo indeseado de los caballeros imperfectos que se comparasen con Galahad. Sintiéndose incómodo, decidió abandonar la corte y vivir como un errante más, practicando la destreza de las armas y la escritura, acompañado tan solo por su pequeña mesnada de hombres de armas y escuderos, seguidores fieles que bien pudieron ser caballeros en Camelot pero decidieron acompañar humildemente al hijo de Lancelot. Y ahora, tras todo ese tiempo, Merlín le encomendaba una misión más…

-          Sí, noble Galahad, me temo que Arturo requiere de tus servicios una vez más, aun siendo tan testarudo como para no volver a reclamar la sangre de Lancelot.

-          Nunca he antepuesto mi orgullo a las cuitas que mi padre mantuvo con el rey y también he sido comprensivo con mi rey por aquello que sucedió tanto tiempo atrás… Pero Merlín, ahora estoy embarcado en otra tarea. – Merlín no pudo evitar sorprenderse, no por que esperase que el joven caballero se fuese a mantener inactivo, si no porque debía ser algo de gran importancia para hacer dudar a Galahad, de quien esperaba un convencimiento más sencillo que de Aedán.

-          Mmm qué interesante Galahad, qué interesante. ¿De qué se trata, si este anciano puede saberlo? No pongas duda alguna en que si alguien puede ayudarte y tiene aun poder y voluntad para hacerlo, ese soy yo.

-          Verás Merlín, ocurrió muy deprisa y aun no lo distingo de la realidad, pues a veces pienso que fue un sueño. Una doncella, bueno… Una joven con pelo ceniciento y la cara marcada por el acero de algún bandido, apareció ante mí una mañana mientras buscaba el Grial. Tanto me sorprendió que pensé incluso en que se trataba de la Dama del Lago.

-          ¿Y no era tal?

-          No, ni mucho menos, era una guerrera hábil como pocos hombres he conocido, rápida tanto de palabra como de espada. Pasé con ella tan solo dos días, al tercero simplemente desapareció y continué mi búsqueda, pues se lo debía al rey y no creí justo que despreciase mis votos y mi palabra tan solo por mi curiosidad, creciente desde entonces debo reconocer, tanto por lo extraño de aquello que viví como por aquella doncella... bueno, joven. 

-          Rectificáis pues al llamarla doncella, no me ha pasado desapercibido.

-          Bueno viejo amigo, nunca llegué a saber si ella posee aun su virtud o no, pero creo que no apostaría por esa muy probablemente perdida castidad… - reconoció ruborizado Galahad – Entonces, habiendo sentido saldada mi deuda con el rey y no estando cómodo en Camelot, tras tanta apariencia y vacuidad, decidí partir en su busca y seguir perfeccionando las artes que mi padre me enseñó.

-          Vaya, Galahad, es toda una gran sorpresa verte tras una joven a estas alturas ¿quién lo iba a decir?

-          Lo sé Merlín, más no es solo lo que pensáis, pues ella era briosa y bella, es también que esconde un misterio que todavía no comprendo, más grande que el mismo Grial me temo, y en tanto respire buscaré su respuesta. Y a la joven, se entiende.

-          Lamento entonces traer esta tarea para ti, amigo mío, quizá debiera buscar en otro sitio caballeros menos ocupados que vos y dejaros a vos cabalgar y batallar en pos de vuestra visión – Merlín conocía bien a Galahad y sabía que ante ese inofensivo desdén, el caballero no dudaría en acceder a cualquier misión que el hechicero le encomendase.

-          ¡Vaya, viejo mago! – sonrió el caballero – No puedo si no posponer cualquier tarea cuando decidís que así sea. Decidme, os lo ruego, en qué requiere el rey mi presencia.

-          En su muerte, nada menos.

-          ¡Qué decís!

-          Os habéis alejado mucho de la corte por lo que veo. Os lo explicaré; el hijo de Arturo, Mordred, trató de usurpar el trono de vuestro rey en su ausencia, provocando la expulsión de Mordred de Camelot, pero escuchad, Mordred es hábil de palabra y diestro con las armas, cuenta además con el patrimonio de Morgana y la sangre de Arturo, así que puso su espada del lado de los sajones, que le siguen como a un rey y mucho me temo que significa esto el fin del Reino Dorado.

-          Pero Merlín, algo podremos hacer al respecto… No puedo aceptar tremendas palabras como un hecho ya sucedido.

-          No Galahad, nada podemos hacer. Debes creerme pues lo he visto y no hay solución. Arturo y Mordred están condenados, pero del daño que reciban los sajones depende de que en esta tierra se mantenga la identidad y la magia, es por eso que Arturo requiere de tus servicios en la última batalla de Camelot. Veo en el futuro guerras, muerte y un nuevo Dios, pero de lo que ocurra en las próximas semanas depende que mis dioses y muchas más cosas que aun no te enseñé perduren en la Tierra. Puede incluso que el nexo que te une a esa joven se pierda si los sajones barren toda identidad de estas tierras.

     No pudo Galahad sino partir y unirse a Arturo en la batalla que estaba por venir. Con el corazón dividido entre el deber y el misterio, el noble caballero cabalga para mantener una vez más sus votos. ¿Llegaría a tiempo para ser decisivo en el combate? Esto se preguntaba Merlín mientras continuaba el último de sus viajes, o al menos el último que los hombres pudieron ver, pues tras estos tiempos de leyenda el mago abandonó Britannia, pero eso es algo que aun no debe tratarse en estos textos... 

miércoles, 12 de julio de 2017

El Círculo de Camelot






El arquero notó sus articulaciones entumecidas cuando al fin resolvió levantarse; su presa estaba a tiro y la oportunidad se antojaba dorada. Con extremo cuidado tensó la cuerda de su arco tras colocar una horrible flecha dentada, una flecha que haría gotear al ciervo rojo permitiendo al cazador seguirle el rastro con facilidad. Apartó de su mente la dolorosa sensación de sus músculos agarrotados y se dijo que la causa bien merecía la pena. Un hombre no puede vivir siempre de pequeños frutos, roedores y gachas acuosas. Apuntó al cuello de la bestia esperando una muerte rápida, homenaje quizá al espíritu del animal o bien practicidad pura, nadie que le conociese supo nunca cuales eran las intenciones de ese viejo cazador. Cogió aire, soltó la mitad y…

-          ¡Dichosos los ojos, el mismísimo Aedán Gabraín ante este viejo trotamundos!

Aedán soltó la flecha debido al sobresalto y falló el tiro estrepitosamente. El gran ciervo rojo, asustado, brincó fuera del pequeño claro dejando de ser un jugoso objetivo para el arquero. Maldiciendo y avergonzado por haber sido sorprendido de esa manera, el arquero se encaró a su poco deseado interlocutor, descubriendo ante sí a un viejo harapiento con una túnica sucia y una extraña capellina plateada en las sienes, harapiento pero con cierto porte, tuvo que reconocer.

-          ¿Quién demonios sois vos, maldito viejo entrometido? ¿Y cómo os habéis acercado a mí de esta manera? Saben los dioses que de ninguna forma se me puede sorprender con tanta facilidad y mucho menos un… un…

-          ¿Un encantador anciano, mi querido Aedán? Es una falta común a los jóvenes el dejarse llevar por las apariencias, he perdido la cuenta de a cuantos hombres he debido dar esta lección. Recuerdo aquel guerrerucho libidinoso, noble a su manera, que cabalgó sobre los últimos estertores del dragón, o a su hijo, a quien le augura la muerte tras incluso haberme escuchado sabiamente mmm, mmm quizá sea culpa del maestro al fin y al…

-          ¡Silencio anciano, dejad de divagar! ¿Cómo conocéis mi nombre?, ¡Pocos hombres lo hacían cuando desaparecí y mucho me temo que menos deben quedar todavía con vida! Y, si poseéis cierta donosura y cortesía, contestad a mi primera pregunta, ¿De qué artes disponéis para sorprenderme de esta forma?

-          Bien, bien… En estas tierras soy conocido como Taliesín y allende los mares me llaman viejo Halcon, por la nariz supongo. Y tú, mi querido rey Aedán de Dal Riada, hijo del poderoso  Gabrán Domangairt, me conoces desde hace muchos años, cuando eras un tierno infante preocupado tan solo por la monta y la espada.

-          El viejo Halcón Gris… ¿Qué hacéis aquí? Ahora comprendo cómo me pudisteis sorprender así, pues no son pocas tus artes. Largo hace que nadie usó ese título conmigo, pues desde que Aetelfredo de Bernicia (que los dioses no le otorguen su favor) me derrotó, vago y yerro en soledad reinando quizá entre una roca, un árbol o ese ciervo que por tu culpa he perdido.

-          Cierto Aedán, fuiste derrotado, más aun se habla de tu bravura y tu valor y no pocos hablan de tu muerte como de una catástrofe difícil de solventar. Tu hermano Brandub, aun sabiendo que vives como un errante más, se preocupa día a día de tu suerte. Como ves noble cazador, no eres aun olvidado en el mundo que dejaste.

-          El mundo que me expulsó, Taliesín, no viertas miel en mis oídos. Pocos nobles me apoyaron en Dal Riada cuando Aetelfredo puso en fuga mi hueste. No me dejaron otra opción que fingir la muerte y abdicar a favor de mi hijo Eochaid, a quien le deseo el mejor de los destinos, diferente al de sus hermanos… - Añadió sombrío el viejo rey.

-          Me duelen tus palabras y aun lamento la muerte de tus hijos, no fueron pocas las lágrimas que vertí ese día y, créeme, no hay miel en mis palabras cuando recuerdo aquella batalla.

-          Hablas, mago, como si hubieras estado presente.

-          Presente yo, presentes mis amigos. Tengo la suerte de contar con muchos y de muy diversa índole, más no obstante en los últimos tiempos reconozco cierta carestía en sus atenciones…

-          Divagáis de nuevo viejo Halcón, centraos os lo ruego. ¿Qué requerís de mí?, corto es mi tiempo si pretendo dar caza a ese ciervo que perdí por vuestra inoportuna llegada.

-          Seré breve entonces, Aedán. Arturo, el bienamado rey de Camelot se enfrenta a su hora más oscura. La muerte indudable se cierne sobre él y su reino. Sus caballeros, expulsado Lancelot, no gozan de la fuerza que tuvieron antaño y su hijo Mordred el Hechizado es fuerte en mesnada y poderío. Requieren la ayuda de los grandes guerreros y entre escotos, celtas y norteños no conozco a ninguno con tu pericia.

-          Exageras tus palabras, más no se me escapa ni una de las que me expones; dime, si su muerte es tan indudable, ¿qué servicio puedo hacer yo sin perjuicio de mi vida?

-          ¿Tu vida Aedán? Ambos sabemos que llevas muerto mucho tiempo, que vives como la sombra de quien fuiste, añorando no salones ni banquetes, pero si el ardor, la espada y la gloria. Y responderé a tu pregunta: Camelot, Camuloduno como la llamaban los hombres de acero y piedra, caerá como mañana caerá el Sol y volverá a nacer tras la noche. Pero dime, Aedán, ¿muere un guerrero mejor entre sus enemigos segados o en el lecho postrado o, permíteme, en la espesura abandonado? Diré más; de cuantos sajones mueran a manos de Arturo y sus caballeros depende la unidad del reino en un futuro lejano. Esta tierra, Britannia, será sajona en un futuro, no lo dudes, pues Alfredo del Cristo Blanco llegará, como llega su nombre a mi mente entre las brumas del tiempo que vendrá, pero la identidad de los pueblos que la ocuparon perdurará si Arturo causa daño mortal a Mordred y los sajones pierden el empuje destructivo que les acompaña. Ahí, Aedán, es donde está tu gloria y la de los que luchen a su lado, en la memoria pretérita de lo que será.

-          Gozas de elocuencia y hablas del futuro, Taliesín, pero sobran tus palabras. Acudiré por dos motivos: Arturo me es querido, es un hombre noble y morir a su lado se me antoja mejor que esta vida. Mi otro motivo lo conoces bien, añoro el calor de la hermandad, el muro de escudos y la espada bañada en sangre. Los sajones son enemigos de mi hermano y conocidos ladrones y violadores y si bien tus extrañas profecías de Cristos y Alfredos ni entiendo ni me interesan, creo que no podría perdonarme mantener este exilio habiendo un futuro tan breve y brillante frente a mí. Acudiré, mago, habla a Arturo de mi llegada.

-          Recibo con dicha tus palabras, viejo rey. – Respondió el viejo trotamundos con un amago de sonrisa – Una cosa más, no obstante.

-          Te escucho

-          Olvida a ese ciervo rojo, fue un gran amigo en tiempos y hoy te sentarán mejor las gachas.
-          ¡No tientes tu suerte, viejo hechicero! – respondió Aedán sonriendo.


Taliesín, también conocido como Merlín, dejó al antiguo rey Aedán y continuó su tarea para rehacer el viejo círculo que jamás debió romperse. El destino estaba escrito y no concebía a Camelot y sus caballeros en él, pero haría el mago lo posible porque el grito de Britannia se escuchara entre los tiempos que estaban por llegar y que Arturo, ese noble y pobre condenado, fuera el artífice de que la memoria jamás olvidase el sacrificio de esos guerreros que tuvieron el reino dorado a su alcance. 

sábado, 29 de abril de 2017

La Flota del Tesoro

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Corría el año 1429 y la expedición hasta ahora había sido un desastre. La suerte de aquella nao, la Fortuna Audaz, había ido de mal en peor desde que zarparan de Cádiz hacía unos seis meses. El viaje no auguraba nada bueno cuando el buque comenzó a hacer aguas sin motivo aparente: la brea que había entre las cuadernas de la bodega no fue capaz de detener el enorme flujo de agua que amenazó con hundir la nave. El aspecto positivo del suceso era que había sufrido ese percance en puerto y, aunque fueran días desperdiciados, todos agradecieron la posibilidad de descansar unos días más de cara a la travesía.

Frente a las costas de África, cerca de las islas de Cabo Verde, se habían encontrado con una expedición de portugueses que volvían raudos a su país; los negros de aquellas tierras habían recibido a flechazos a su cruzada evangelizadora y esta concluyó antes de empezar. Aquella historia le hubiese resultado cómica a Martín de no ser porque un caballero portugués de nombre Don Gonzalvo habló de estos hechos sin uno de sus ojos, estallado por el impacto de una maza africana.

-      - ¡Voto al Señor que aquel hereje animal no contará su hazaña! – Clamó el caballero, brillando su herida recién cauterizada.
-      - Seguro que no, Don Gonzalvo, más cuénteme, ¿Cómo tuvo lugar esta batalla que relatáis, qué os llevó a estas tierras?
-          - Bien hicieron estos frailes en llevarnos a mí y a mi mesnada. Mi padre limpió sus cuitas y poco hube de hacer en mi tierra, estos santos varones buscaban escolta y yo su oro, así que la unión fue satisfactoria. ¿Queréis un consejo Don Martín? ¡No sigáis! He escuchado que la familia de Agramont busca buenos guerreros para su lucha contra los perros beamonteses, el Rey Juan de Navarra de seguro tendrá en su haber buen dinero para gente como nos.  
-           - ¿Y la batalla…?
-        -  Sí, sí, mi impaciente compañero; no hubo ni tal batalla, fue una emboscada y casi parecía que nos aguardaban los diablos. No habíamos levantado campamento cuando recibimos el primer ataque, que a duras penas logramos contener. Para el anochecer ya habíamos ensillado unos cuantos caballos, pero esos perros no atacaron, nos tuvieron toda la noche en vela. El segundo ataque fue más duro para ellos, yo mismo y algunos de mis hombres cabalgamos hacia ellos y hubieron de escapar. ¡Ja, gusto daba verlos huir de aquella manera!
-           - ¿Y el tercero, señor?
-       -  ¿El tercero? Bueno, no hubo tal. Con ímpetu me dispuse a perseguirles cuando, bueno, no es que huyesen… ¡Nos emboscaron de nuevo! Una pequeña fuerza acudió al campamento y comenzó a hostigar a marinos y santurrones mientras yo hube de… ejem… batirme en repliegue contra una horda de esos demonios oscuros. Poco hubimos de dudar más, los padres querían parlamentar y mostrar el sagrado libro a aquellos herejes. Decían que o bien comprenderían o bien caerían fulminados. No quise yo dudar del Señor pero tampoco desee ponerle a prueba así que heme aquí, contándole a vuecencia lo que hube vivido en estas tierras que insistís en visitar…

Afortunadamente para Martín de Toledo, joven y tercer hijo de una noble y próspera familia toledana, no tuvo la mala suerte de encontrarse con aquellas belicosas tribus africanas (las cuales habrían de sufrir de maneras inhumanas no muchos decenios después). No obstante la sensación de pesadez invadía poco a poco a la cincuentena de marinos y soldados que malvivían en el buque. El alguacil de infantes, Hernando de Arana, advertía diariamente de la baja moral que la gente tenía, mas eran leales y Martín un buen líder, así que no había de temer motines por el momento. Un mes y medio largo después, arribaron en las costas de Madagascar, donde fueron recibidos por unos recelosos malgaches que poco debían a los árabes y mucho menos a los europeos. Martín trató de ofrecer el género que llevaba en bodega; litros de buen aceite y correajes de cuero válidos para infinidad de usos. Aquellos aborígenes trataban el ámbar de maneras muy llamativas, así que el capitán estimó útil volver a Castilla con tan exóticos abalorios. No obstante los líderes malgaches no vieron utilidad en la oferta de Martín y, día tras día, la relación se fue tensando. Hubo de vivir el hidalgo alguna aventura para poder abandonar la isla, pero no serán dichos entuertos relatados hoy.

La decisión estaba clara; un viaje agotador y una recepción lamentable en el último sitio que esperaban visitar, ningún beneficio y pocas aventuras dignas de ser relatadas. Martín formó consejo con sus lugartenientes y no hubo objeción alguna ante la idea de volver a Cádiz y de ahí a Castilla, para quizá ponerse a servicio de algún rey que buscase una compañía de pobres soldados. En esta situación estaba el Fortuna cuando…

-        -  ¡Mis señores, mis señores…! ¡Allí hay… algo! – Aulló Sancho, el veedor del buque.
-        -  ¿Qué dices hombre, qué estás viendo? – La respuesta de Jimeno, el contramaestre, fue más agria que de costumbre.
-         -  ¡Son castillos en el agua, castillos rodeados de barcos!

Tras unos cuantos minutos de expectación, el silencio barrió la cubierta del buque castellano, que poco podía hacer salvo contemplar confuso el inmenso despliegue. Mágicamente una enorme flota de buques elegantes y llamativos había surgido de la nada.  

-          - ¿Preparamos las armas capitán? – Murmuró Hernando, siempre pragmático.
-         -  ¿Y con qué fin amigo mío? Esta es nuestra apuesta. O aquí la diñamos o de aquí sacamos riqueza de este viaje atroz.

Había cuatro gigantes de nueve mástiles en el centro de aquella enorme formación. Por lo que pudo distinguir Martín, había buques cisterna que debían andar repletos de agua y otros de defensa, de seis mástiles y erizados de banderas y lanzas puntiagudas. Como si de un séquito para esos cuatro reyes se tratase, multitud de naves de todo tamaño acompañaban a los mastodontes, barcos mercantes a suponer, además de esas fragatas y cisternas. De las funciones del resto de aquellas naves poco pudo saber el noble en aquel momento. Tal era la estupefacción de los marinos de la nao que, rápidamente, fueron rodeados por pequeñas lanchas de unos treinta metros capitaneadas por un buque-fragata de seis mástiles; militares, por el aspecto sobrio y marcial de los tripulantes que lo ocupaban…

-          - ¡Saludos amigo! – Una voz brotó de la fragata ante la sorpresa aun mayor de los marinos.
-          ¿Cómo? ¡Habla cristiano! – Dijo con sorpresa el contramaestre
-        -  ¡Saludos! ¿Quién sois y qué queréis, señor? ¡Presentaos! – Respondió raudo Martín, poco dispuesto a que por aquel día más sorpresas le dejasen descolocado.
-         - Tranquilo amigo, soy Luca Giovanni, de Nápoles y estáis frente a la muy notable armada del Gran Almirante Zheng He, al servicio del Sagrado Emperador de Catay, aunque ellos se llaman Zhöngguo así mismos.

El napolitano se distinguía de los catayanos que le rodeaban porque vestía unos ropajes genuinamente italianos aunque un tanto pasados de moda. Martín, quien juró no sorprenderse más ese día, se sorprendió.

-          - Su eunuca majestad, el almirante, siente curiosidad por vos y os invita a su buque, ¿qué debo responderle?
-          - ¿Pero os entienden?
-          - ¿Ellos? No, y si me permitís, yo aceptaría.
-          - ¡Está bien, guíanos y hablaremos con ese almirante vuestro! – El hidalgo respondió sin pensar, como le caracterizaba, pero esta vez incluso el se sorprendió de su osadía aunque, bien pensado, ¿qué le hubiera impedido a la armada catayana aplastar su chalupa de haberlo deseado?


Sin demasiada dilación, Martín, Hernando y cinco de sus hombres se embarcaron en una de las largas barcas de remos que rondaban a la Nao y Jimeno se quedó a cargo del Fortuna. ¿Qué milagros verían los castellanos en aquel castillo flotante que se erguía como una montaña en el centro de su enorme flota? ¿Sería ese tal Zheng He aquel que habría de cambiar la suerte de Martín o, por el contrario, pondría la última y más infausta guinda al podrido pastel que venía siendo ese viaje?