Corría el año 1429 y la expedición hasta ahora había sido un desastre. La suerte de aquella
nao, la Fortuna Audaz, había ido de
mal en peor desde que zarparan de Cádiz hacía unos seis meses. El viaje no
auguraba nada bueno cuando el buque comenzó a hacer aguas sin motivo aparente:
la brea que había entre las cuadernas de la bodega no fue capaz de detener el
enorme flujo de agua que amenazó con hundir la nave. El aspecto positivo del
suceso era que había sufrido ese percance en puerto y, aunque fueran días desperdiciados,
todos agradecieron la posibilidad de descansar unos días más de cara a la
travesía.
Frente a las costas de África,
cerca de las islas de Cabo Verde, se habían encontrado con una expedición de
portugueses que volvían raudos a su país; los negros de aquellas tierras habían
recibido a flechazos a su cruzada evangelizadora y esta concluyó antes de empezar.
Aquella historia le hubiese resultado cómica a Martín de no ser porque un
caballero portugués de nombre Don Gonzalvo habló de estos hechos sin uno de sus
ojos, estallado por el impacto de una maza africana.
- - ¡Voto al Señor que aquel hereje animal no
contará su hazaña! – Clamó el caballero, brillando su herida recién cauterizada.
- - Seguro que no, Don Gonzalvo, más cuénteme, ¿Cómo
tuvo lugar esta batalla que relatáis, qué os llevó a estas tierras?
- - Bien hicieron estos frailes en llevarnos a mí y
a mi mesnada. Mi padre limpió sus cuitas y poco hube de hacer en mi tierra,
estos santos varones buscaban escolta y yo su oro, así que la unión fue
satisfactoria. ¿Queréis un consejo Don Martín? ¡No sigáis! He escuchado que la
familia de Agramont busca buenos guerreros para su lucha contra los perros
beamonteses, el Rey Juan de Navarra de seguro tendrá en su haber buen dinero
para gente como nos.
- - ¿Y la batalla…?
- - Sí, sí, mi impaciente compañero; no hubo ni tal
batalla, fue una emboscada y casi parecía que nos aguardaban los diablos. No
habíamos levantado campamento cuando recibimos el primer ataque, que a duras
penas logramos contener. Para el anochecer ya habíamos ensillado unos cuantos
caballos, pero esos perros no atacaron, nos tuvieron toda la noche en vela. El
segundo ataque fue más duro para ellos, yo mismo y algunos de mis hombres
cabalgamos hacia ellos y hubieron de escapar. ¡Ja, gusto daba verlos huir de
aquella manera!
- - ¿Y el tercero, señor?
- - ¿El tercero? Bueno, no hubo tal. Con ímpetu me
dispuse a perseguirles cuando, bueno, no es que huyesen… ¡Nos emboscaron de
nuevo! Una pequeña fuerza acudió al campamento y comenzó a hostigar a marinos y
santurrones mientras yo hube de… ejem… batirme en repliegue contra una horda de
esos demonios oscuros. Poco hubimos de dudar más, los padres querían
parlamentar y mostrar el sagrado libro a aquellos herejes. Decían que o bien
comprenderían o bien caerían fulminados. No quise yo dudar del Señor pero tampoco
desee ponerle a prueba así que heme aquí, contándole a vuecencia lo que hube
vivido en estas tierras que insistís en visitar…
Afortunadamente para Martín de
Toledo, joven y tercer hijo de una noble y próspera familia toledana, no tuvo
la mala suerte de encontrarse con aquellas belicosas tribus africanas (las
cuales habrían de sufrir de maneras inhumanas no muchos decenios después). No
obstante la sensación de pesadez invadía poco a poco a la cincuentena de
marinos y soldados que malvivían en el buque. El alguacil de infantes, Hernando
de Arana, advertía diariamente de la baja moral que la gente tenía, mas eran
leales y Martín un buen líder, así que no había de temer motines por el
momento. Un mes y medio largo después, arribaron en las costas de Madagascar,
donde fueron recibidos por unos recelosos malgaches que poco debían a los árabes
y mucho menos a los europeos. Martín trató de ofrecer el género que llevaba en
bodega; litros de buen aceite y correajes de cuero válidos para infinidad de
usos. Aquellos aborígenes trataban el ámbar de maneras muy llamativas, así que
el capitán estimó útil volver a Castilla con tan exóticos abalorios. No
obstante los líderes malgaches no vieron utilidad en la oferta de Martín y, día
tras día, la relación se fue tensando. Hubo de vivir el hidalgo alguna aventura
para poder abandonar la isla, pero no serán dichos entuertos relatados hoy.
La decisión estaba clara; un viaje
agotador y una recepción lamentable en el último sitio que esperaban visitar,
ningún beneficio y pocas aventuras dignas de ser relatadas. Martín formó
consejo con sus lugartenientes y no hubo objeción alguna ante la idea de volver
a Cádiz y de ahí a Castilla, para quizá ponerse a servicio de algún rey que
buscase una compañía de pobres soldados. En esta situación estaba el Fortuna cuando…
- - ¡Mis señores, mis señores…! ¡Allí hay… algo! –
Aulló Sancho, el veedor del buque.
- - ¿Qué dices hombre, qué estás viendo? – La respuesta
de Jimeno, el contramaestre, fue más agria que de costumbre.
- - ¡Son castillos en el agua, castillos rodeados de
barcos!
Tras unos cuantos minutos de expectación,
el silencio barrió la cubierta del buque castellano, que poco podía hacer salvo
contemplar confuso el inmenso despliegue. Mágicamente una enorme flota de
buques elegantes y llamativos había surgido
de la nada.
- - ¿Preparamos las armas capitán? – Murmuró Hernando,
siempre pragmático.
- - ¿Y con qué fin amigo mío? Esta es nuestra
apuesta. O aquí la diñamos o de aquí sacamos riqueza de este viaje atroz.
Había cuatro gigantes de nueve
mástiles en el centro de aquella enorme formación. Por lo que pudo distinguir
Martín, había buques cisterna que debían andar repletos de agua y otros de
defensa, de seis mástiles y erizados de banderas y lanzas puntiagudas. Como si
de un séquito para esos cuatro reyes se tratase, multitud de naves de todo
tamaño acompañaban a los mastodontes, barcos mercantes a suponer, además de esas
fragatas y cisternas. De las funciones del resto de aquellas naves poco pudo
saber el noble en aquel momento. Tal era la estupefacción de los marinos de la
nao que, rápidamente, fueron rodeados por pequeñas lanchas de unos treinta
metros capitaneadas por un buque-fragata de seis mástiles; militares, por el
aspecto sobrio y marcial de los tripulantes que lo ocupaban…
- - ¡Saludos amigo! – Una voz brotó de la fragata
ante la sorpresa aun mayor de los marinos.
-
¿Cómo? ¡Habla cristiano! – Dijo con sorpresa el
contramaestre
- - ¡Saludos! ¿Quién sois y qué queréis, señor?
¡Presentaos! – Respondió raudo Martín, poco dispuesto a que por aquel día más
sorpresas le dejasen descolocado.
- - Tranquilo amigo, soy Luca Giovanni, de Nápoles y
estáis frente a la muy notable armada del Gran Almirante Zheng He, al servicio
del Sagrado Emperador de Catay, aunque ellos se llaman Zhöngguo así mismos.
El napolitano se distinguía de
los catayanos que le rodeaban porque vestía unos ropajes genuinamente italianos
aunque un tanto pasados de moda. Martín, quien juró no sorprenderse más ese
día, se sorprendió.
- - Su eunuca majestad, el almirante, siente
curiosidad por vos y os invita a su buque, ¿qué debo responderle?
- - ¿Pero os entienden?
- - ¿Ellos? No, y si me permitís, yo aceptaría.
- - ¡Está bien, guíanos y hablaremos con ese
almirante vuestro! – El hidalgo respondió sin pensar, como le caracterizaba,
pero esta vez incluso el se sorprendió de su osadía aunque, bien pensado, ¿qué
le hubiera impedido a la armada catayana aplastar su chalupa de haberlo
deseado?
Sin demasiada dilación, Martín,
Hernando y cinco de sus hombres se embarcaron en una de las largas barcas de
remos que rondaban a la Nao y Jimeno se quedó a cargo del Fortuna. ¿Qué milagros verían los castellanos en aquel castillo
flotante que se erguía como una montaña en el centro de su enorme flota? ¿Sería
ese tal Zheng He aquel que habría de cambiar la suerte de Martín o, por el
contrario, pondría la última y más infausta guinda al podrido pastel que venía
siendo ese viaje?